lunes, 30 de mayo de 2011

¿Una clase de conciencia o una conciencia de clase?


-¡Señor! por allí no puede ingresar.
-¡Le suplico que por favor me deje pasar, pues es el décimo día que vengo! Mi casa... tan lejos, por los barrancos, ahí donde siempre se suicidan los jóvenes sin empleo, sin esperanza, sólo esa silla que ustedes les dejan de recuerdo, sólo esa silla en la que apenas caben tres caderas... sus familias, sabe, son tantos y muertos de hambre ellos... en especial los niños que se le cuelgan de las piernas, imperceptibles, los siente si con sus dientes de leche le muerden los bolsillos en busca de pan, si los dedos cazan palomas y las hacen chillar cuando el cuello les cortan... cubiertos de rojo, señorita, debiera verlos... ¡los pies descalzos, el barranco, luego el acantilado!... ir deshaciéndose de los pequeños en el camino, de todas maneras caerán, sus fuerzas de semanas desnutridas y malas ganas, malos bichos que les pican en los huesos... en los huesos, señorita, debiera verlos... No soportan el largo trecho que el padre aun muchacho recorre, indagando en los rincones de los cuchillos y los bares la salvación divina que otra vida le diera... señorita, debiera verles la desesperación muda cuando al horizonte miran, con un estremecimiento lejano que les cala profundo en la sien, con la nostalgia de una existencia apremiante y feliz que jamás han experimentado…
-Disculpe, no puedo oírlo ahora... ¡usted!, la mujer de verde, no entre por ahí, por favor, espere.
-Le suplico que por favor me deje pasar. Tengo que comunicarle al dueño de esto que su plan no funcionó. La gente ya no sabe a qué aferrarse, se le resbala de las manos la gloria de un momento detenido en la eternidad... no piensan más que en sus estómagos y las ilusiones son simples palabras bonitas que los poetas cantan cuando en las calles vuelan serpentinas y gladiolos. Señorita, debiera verlos. Yo los observo día y noche y le afirmo con la furia que contenida en mis ojos se derrama al despertar, señorita, le afirmo con la incompetencia que me ciega de sudor y oscuridad, y ansias y grito... que esto ¡NO FUNCIONÓ!, dígale al señor dueño que su plan... ¡fracaso!, ¡basura!, ¡dominio inhumano!
-Disculpe… yo le entiendo, la burocracia es así, señor, córrase del camino... regrese mañana, quizá ya no hayan tantas quejas insólitas como la de usted ahora que pretende hablar con el señor dueño. ¿Es que acaso -y sea honesto por una vez- no se ha dado cuenta que “el señor dueño” somos TODOS nosotros? ¡No se tape los oídos!, vamos, hombre, que usted lo habrá pensado, ya lo meditó, lo reflexionó en sus noches de insomnio, sólo que le resulta extremadamente siniestro ese dictadorcito suyo ahí bajo las sábanas que manda a su mujer y en la periferia crea la célula. Cuando ve que los muchachos esos que van deshaciéndose de sus hijos en el camino a la muerte,  mientras su memoria saca fotografías del futuro difunto por si luego aparecen por el barranco las infantiles calaveras, los diez críos del cadáver, toditos parecidos a él... los detiene, les dice, ¡su papá huyó, no lo encuentren! y los hecha de su jardín si le roban frutos, si le arrancan las rosas y se regodean de placer con el aroma de su niña, muchacha vestida, endiosada, perfumada y bien comida. Si hasta asco le entra al ver sus manos mugrientas de polvo de arcilla tocar su puerta, usted mismo los detesta en secreto, murmurando por la bajo, augurando su cacería ¿Qué viene a reclamar, señor? Somos todos jueces y parte del plan disfuncional, inútil, ese plan vergonzoso de pobreza extrema, de pueblos miserables que conocen la bajeza de la “moral” política en persona, y les dan la mano y les dicen, prometen, escupen y pisotean… Hágame el favor y váyase…

Con la cabeza gacha regresó a su hogar y se apostó frente a la ventana. Aquella tarde vio cómo se arrojaban al mar cuatro padres de familia y dos mujeres con los niños aferrados a sus pechos. Sollozó tristemente hasta que alguien tocó a su puerta y pidió tomar una manzana del árbol de su jardín. Accedió, atento a la mirada de dios y de los santos y feliz por el paraíso que le aguardaría tras tamaña acción caritativa.
Durante los siguientes días fue aumentando gradualmente el caudal de miserables que se acercaba a tomar su correspondiente ración de fruta; el sexto día, Antonio, ya harto de su generosidad y furioso al observar cómo un par de individuos se paseaba frente a su casa para llamar la atención de su reluciente hija, fue a la ciudad, compró un hacha y cien pistolas. Al llegar simplemente acabó con el manzano, erigido en bastión de esperanza para aquellos infelices bastardos, y ante su insoportable desazón, él simplemente recomendó el fármaco más presto y eficaz: el abrazo a la muerte. Uno a uno, en fila, fueron tomando sus respectivas armas que don Antonio cargaba generosamente de dos balas, por si las moscas.

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